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La plaza

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26 de noviembre de 2011 

México, Distrito Federal 

01:33 horas

Imagen de portada: Espíritu Aventurero

Es miércoles 23 de noviembre del año 2011. Antes de salir del departamento, leo el mensaje que Laura (La China) me acaba de mandar al celular. Al fijar mi residencia en la capital del país hace apenas dos meses,  ella dejó de ser mi alumna en el séptimo semestre de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila, Unidad Torreón. 

Decido caminar por la calle El Fresno. Me encanta recorrerla a pie porque las casas y árboles que la flanquean guardan un parecido impresionante con Ciudad Lerdo. Me recuerda a la ciudad con más vegetación y mejor clima de mi tierra: la Comarca Lagunera.  Y no sólo eso, sobre el pavimento aún se aprecia el tendido de unos durmientes de metal. ¿Vestigios de tranvía? Es muy probable. 

Luego entonces, mi nostalgia se amplifica. Ese fue el medio de transporte público que hizo posible diluir de 1890 a 1953 la frontera natural que interponía en La Laguna el antiguo caudal del río Nazas entre Coahuila y Durango. Voy camino a la Plaza del Kiosco Morisco de la colonia Santa María la Ribera, un sector habitacional ubicado al norte de la Ciudad de México. Está cerca de San Cosme. Una de las estaciones de la Línea 2 del metro y también emblemática vía de circulación. Si no han transitado por ahí, ya sea porque no estaba en su plan de ruta o porque simplemente no les ha tocado venir para acá, es casi seguro que la han visto alguna vez a través de gráficos de prensa o de algún documental sobre la historia contemporánea del país.

La imagen más difundida en los medios hasta ahora es la que muestra, en blanco y negro, la fotografía de un muchacho alto y robusto, viste pantalón de mezclilla y camiseta de cuello redondo. Es de tez morena y se desplaza sobre una rejilla de fierro que cubre el camellón. Entiendo que se trata de un respiradero por el que desfogan los vientos, gases y vapores del sudor subterráneo. A media altura, mantiene ambas manos al frente en actitud ofensiva portando una especie de mástil. Por la expresión que tiene en el rostro, es posible inferir que de su boca emerge un alarido. Se dirige hacia el contingente de manifestantes que intenta llegar al Centro Histórico. Es indudable que forma parte de una jauría programada para atacar.

Hace 40 años, sobre Ribera de San Cosme, entre la estación del subterráneo, el cine Cosmos y metro Normal, una protesta legítima fue sangrientamente reprimida. En este escenario hizo su aparición pública un grupo de choque entrenado para combatir cuerpo a cuerpo en desigualdad de circunstancias. El gobierno ha mandado a reventar disidentes en forma visible desde el movimiento estudiantil de 1968; y el 10 de junio de 1971 repitió la dosis, aunque en esa edición con expertos en artes marciales: Los Halcones. Consistiía en una legión de karatecas asesinos en serie para matar o desaparecer a toda aquella persona que osara mentarle su madre al presidente durante la jornada conmemorativa del Jueves de Corpus Christi. En la estela alusiva a la masacre se puede leer el saldo aproximado de esta acción propia del terror de Estado echeverrista: entre 30 y 40 víctimas.

La Plaza del Kiosco Morisco es un espacio público altamente concurrido. Así lo llaman desde que fuera colocado en su núcleo un kiosco de diseño (madera y metal), desmontable y de arquitectura árabe. Casi tiene la misma edad que la Torre Eiffel. Pablo Chávez, el gran amigo chilango y compañero de maestría que me ha abierto las puertas de su casa para estar seguro y bajo techo en el DF, me contó la historia. Este kiosco fue la carta de presentación de México durante la inauguración del símbolo nacional por excelencia de la hermana república de Francia. Por instrucciones de Don Porfirio se construyó. Ya en partes y habiendo cumplido su objetivo, él mismo lo mandó traer por barco a través del Atlántico. El poder, cuando se trata de notoriedad, se puede palpar hasta en los caprichos.

Llego por el lado en el que hacen esquina las calles Manuel Carpio y Jaime Torres Bodet. Empieza mi sesión de caminata, una horita de ejercicio. Les confieso algo, en la capital mexicana del esmog, a güevo bajas de peso. No es por presumir pero creo que voy en  menos 10 kilos. Las escaleras tienden pendientes de pirámide y las distancias, a pie, se multiplican a la n potencia con respecto a La Laguna. 

La primera impresión que me llevo es que aquí todavía no se estila el toque de queda. Son casi las ocho de la noche y la gente va poblando gradualmente el perímetro. Para como están los madrazos en mi pueblo y los enfrentamientos cuadra por cuadra, mejor nos encerramos antes de caer el sol.

Tal como puedo apreciar,  hay otras dos cascadas idénticas. Suena una rolita a ritmo de salsa. Esa pieza musical ameniza la actividad de bailoterapia femenina en curso. Una secuencia de fotos, dispuesta frente al Museo de Geología de la UNAM, alude a la cadena de la vida extendida entre la infinitud del universo y la micro-vida de un jilguero en el planeta Tierra.

Aquí se congregan personas de un amplio rango de edades. Una buena cantidad lleva a sus mascotas; son perritos al por mayor. Uno en particular de pelaje negro y tipo galgo me llama la atención porque le da un parecido a mi perrtia recién fallecida: La Chapis. Contengo la lágrima. Prefiero recordar la sonrisa que me provocaban sus brincos alocados cuando salíamos a pasear por el rumbo de la iglesia de San Judas en el barrio de Chapala, Gómez Palacio. En fin. Paso a la zona expropiada por los chavos que hacen acrobacia en sus patinetas. Otro grupo está en tono de una plática en voz alta y muy alegre. Entiendo que en parte se debe al estímulo de uno que otro cigarrito de procedencia alucinógena. Las corrientes de aire que circulan los delatan.

Si van en plan de compras más “baras” que las del Buen Fin, les recomiendo el área que ocupan los vendedores nómadas. Si se trata de calzado, pueden encontrar desde unos huaraches bien chingones de suela de llanta, hasta el modelo clásico –y original- de unos zapatos tenis Nike modelo botín de los años ochenta. Son igualitos a los que llegó a apañarse Kyle Reese momentos después de llegar del futuro para tratar de madrearse al Terminator. No le alcanzó para eso, pero sí para copular con Sarita, procrear a John Connor y ser el padre del salvador del mundo en su batalla contra las máquinas vivientes de la Skynet.

Completo el ciclo y al final de la línea de los puestos, está montado un negocio de pan de feria. Según el rótulo publicitario hacen pan de azúcar al gusto y a la medida del cliente. Presenta la imagen tierna de una abuela y contrasta con una frase de violencia verbal innecesaria. Sobre el lomo de una semita se lee una frase elaborada con azúcar glass: “Pa’ mi pinche suegra”. Total, yo creo que si tanto odias a la progenitora de tu esposa, pues no le regales ni putas madres.

Emprendo el regreso a casa, no sin antes prenderme de un suculento aparador. Es el de la panadería El Globo. Vaya que si es heroica esta empresa. Porfirista al cien por ciento. Su marquesina informa que está en pie desde 1884.Es decir, ha estado ahí desde finales del Siglo XIX, permaneció todo el XX y lleva más de  10 años instalada en el XXI. Tiene modalidad de cluster. Puedes comprar el pan y degustarlo acompañado de una buena taza de café ahí mismo. Delicioso.

Acabo de respirar una tranquilidad imposible por ahora en mi Laguna de fuego. Tengo el privilegio de acudir a un centro público de reunión sin el temor de que un comando llegue, abra fuego contra sus rivales y le importe una chingada si se lleva a inocentes entre sus balas. Es imposible impedir la contradicción que me abruma. 

Pienso en la pequeñita de ocho años que asesinaron hace cosa de un mes en la Plaza Corazón del sector donde está el domicilio que indica mi credencial del IFE. Pienso también en que a menos de 150 metros de ese lugar vive mi familia. El solo hecho de asociar el nivel de riesgo me aterra. Aquí en el DF me consideran un sobreviviente de guerra. 

Y aún así creo que para mis hermanos capitalinos, la violencia que nos tiene sumidos en una de las peores neurosis sociales de nuestra historia regional, es todavía un cuento de ficción. Antes de salir del departamento, leo el mensaje que La China me acaba de mandar al celular. La mendiga casi me hace llorar. Le contesto que los quiero y que pronto nos veremos en ese pedacito de patria convulso, infernal y entrañable a la vez que tiene a bien llamarse Comarca Lagunera. 

Aunque hoy sea una laguna de lágrimas a raíz de un conflicto ajeno, no deja de ser la raíz de mis afectos. El cariño se acentúa. Ya estoy de vuelta en la casa de Pablito. Es la colonia Atlampa. Éste es un módulo habitacional esparcido en varios sectores. El edificio tenochca en que vivo es un multifamiliar que forma parte del programa de restauración de vivienda implementado después del terremoto de 1985 en los alrededores de Tlatelolco.

Por ahora mis recorridos en la Plaza del Kiosco Morisco tienen un sabor agridulce. Aquí respiro tranquilidad, pero la preocupación por toda mi banda lagunera prevalece. Si de algo sirve la esperanza, ahora es cuando es necesario activarla. De cualquier forma, no creo conveniente tirarla por la borda a pesar de la utopía. De otra, para sobrevivir, no nos queda.

Ayer vi por enésima ocasión la película de Forrest Gump. Según cuenta esa historia, el protgonista cruzó una gran porción de Estados Unidos de ida y vuelta durante más de tres años. Sólo tenía un motivo: ganas de correr. Yo adopté la filosofía Gump. Esta noche-madrugada, a mí, solo me dieron ganas de escribir.

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